Avería
Puso en sus manos aquellas hojas que contenían el escrito elaborado la noche anterior, estaba ansioso de que lo leyera. Ella por otro lado no podía ni quería comprender cuál era la razón de tanto interés en que leyera lo que había escrito, es más, incluso intentó evadir el cúmulo de hojas, pero él no dejó de insistir.
Jamás
había estado tan próxima a sus pensamientos, ni siquiera se habían confesado
secretos, nada los vinculaba de forma tan estrecha como para justificar el
repentino acceso a esas líneas que sabe Dios qué era lo que contenían, pero sin
duda, ella sabía que encontraría los rastros de una historia que no deseaba
conocer.
Al
cabo de unos minutos no tuvo más remedio que abrir bien sus ojos y tomar la
primera de las hojas; se sentó en el sillón que estaba cerca de la ventana, no
por esa cercanía que le daba a la calle, sino porque estaba ubicado de tal
forma que ella podría darle la espalda. Sostuvo por unos instantes la primera hoja
del cuento que aún carecía de título… Cuántas cosas podía ella enumerar que
carecían de nombre en esa extraña relación que siempre había acontecido entre
los dos, era tan difícil comprender cómo se habían relacionado durante tantos
años y en realidad saber tan poco el uno del otro. Lo más desesperante era que
a pesar de todos esos espacios en blanco ella vivía irremediablemente vinculada
a él.
Ahí
estaba, enfrentándose a la peor parte de su relación, tener que opinar acerca
del trabajo del otro, de la vida del otro, del talento del otro… ¿Acaso de
verdad él pretendía convertirse en escritor? Porque esa no era una faceta que
ella pudiera concebir como parte de su perfil. Sí, ambos amaban los libros y
sentían afinidad por ciertos temas, pero de eso a que alguno de los dos pudiera
tener los dones necesarios para la escritura… Aunque claro, recordando la razón
por la cual no deseaba leer aquello, entendía también la procedencia de la
nueva inquietud escribana.
Qué
difícil era leer aquello, la peor de sus virtudes consistía en predecir los
acontecimientos, no porque poseyera algún don excepcional, sino porque había
aprendido a lo largo de toda su vida a interpretar el mundo, los gestos, las
palabras, las épocas, las miradas, pero sobre todo el pasado. Por eso ella
sabía que nada de lo que contuviera la obra recién nacida podría provocarle
satisfacción o enojo desde la objetividad, sino que de forma inevitable
vendrían hacia sí, todas las opiniones innecesarias vertidas no por el
conocimiento intelectual sino por la experiencia personal.
Del
otro lado de la habitación él esperaba impaciente las primeras reacciones de
ella, aunque, era complicado obtener esa información debido a que le daba la
espalda; lo único que podía notar era la mano izquierda con la que acariciaba
de arriba abajo un mechón de su cabello, mueca que conocía muy bien, porque era
la que hacía cuando estaba pensando. Siempre quiso tenerla cerca, y de alguna u
otra forma lo había estado, sólo que no podía evitar pensar que él jamás había
sido igual a los demás, que la división era casi imperceptible, pero existía,
él no era como los demás, él estaba un poco más lejos, y sin embargo él sabía
que era muy especial. Por eso le importaba lo que ella pensara, aunque fuera
tan poco lo que sabían el uno del otro,
Conocerla era una empresa en la que
no se había empeñado, por todas y ninguna de las razones, no podía negar que se
había convertido en un espectador de los vínculos que ella construía con el
resto de las personas, incluso con aquellas que él mismo había invitado a su
vida. Sí… la quería cerca pero no sabía cómo hacerlo sin sembrar en ella una
duda, una esperanza con fundamento, y al mismo tiempo deseaba construir un lazo
indisoluble que le permitiera tenerla consigo por siempre. La verdad era que no
la amaba pero la necesitaba, la pensaba, la imaginaba y quizá incluso llegó a
sentir la necesidad de escribirla en alguna ocasión, que obviamente jamás se
materializó.
Y en ese último y verdadero intento
por acercarla, decidió mostrarle aquel cuento, aquel texto que sabía que lo
mostraría ante ella, que ofrecería algunos de sus secretos y pensamientos y que
contenía una verdad contundente que seguramente
lo aproximaría como siempre había querido, pero sabía también que aquella
utópica simbiosis sólo duraría lo que tardaran las palabras en dejarse leer. Después
del determinante punto final la relación soñada se perdería en la más profunda
lejanía.
Ella leyó y supo
que los que estaban ahí no eran sus ojos, que ese halo de magia tan finamente
descrito no correspondía con su sonrisa, que ninguno de esos estremecimientos
que se describían habían sido provocados por uno solo de los encuentros que
hubo protagonizado con él…No, no era ella. Lo supo desde el primer momento en
que él se aproximó con el cuento. Y el momento que más temía en ese instante era
la pregunta en torno al texto, a su calidad, a su profundidad, qué iba ella a
responder, qué podía decir sobre la estructura; la forma era lo que menos
percibía en la sucesión de párrafos. Lo que estaba aconteciendo frente a sus
pupilas, era la anécdota que vio ocurrir de lejos y de cerca meses atrás y que
jamás hubiera querido conocer con ese nivel de detalle, y mucho menos hallarse
como juez estético de lo que había provocado en la mano de él.
Cómo
iba a conseguir aislarse lo suficiente como para no sentirse herida y mucho
menos demostrarlo; había descubierto más de él por medio de aquellos párrafos, a
través de los vestigios de aquella mujer construida con tinta, que con todo lo
que alguna vez pudo saber al estar en contacto con aquel hombre que la estrujaba
por la inclusión, que la marcaba al
tomarla en cuenta. Qué doloroso era saber que era importante, casi
indispensable en la vida de aquel hombre y sin embargo ocupaba el lugar
equivocado, porque simplemente no podía ser esa que él necesitaba, quería ser
la otra, la de los adjetivos, la de los sustantivos profundos y avasalladores,
la de las largas oraciones, la de aquellas acciones saturadas de adverbios,
quería ser la de la historia, la ficticia y la real.
Se acercó al
sillón donde ella estaba, no preguntó nada, miró que la mano seguía sujetando
el mechón de cabello pero los dedos se habían detenido. Ella se puso de pie,
abrazó las hojas, lo miró como se mira a un viejo conocido al que no se sabe
qué decir, porque el tiempo y la distancia los han convertido en seres
alejados, y por ello hubiese sido un descortesía emitir el más mínimo
comentario en torno a una obra ajena, a una vida ajena de la cual no podía ser
espectadora, mucho menos lectora. Aquel cuento era una historia temida que
recién se escribía y era obvio que no necesitaba conocer el final.
Puso el montón de papeles en sus
manos, le devolvió su historia y sólo pudo mirarle a los ojos y sonreír de una forma
apenas perceptible que se conjugaba con el preámbulo de la despedida. Era una
de esas sonrisas que vienen de un sitio emparentado con el dolor y que nada
tienen que ver con el gozo. Tomó su abrigo, su bolso y salió por la puerta que
se hallaba al fondo de aquel cuarto. Él sólo pudo bajar la mirada y vio cómo
se iba alargando la sombra de lo que parecían ser unos zapatos de tacón grises.
Finalmente comprendió que lo único que podían hacer era despedirse, ya que
ninguno de los dos era aquel o aquella que deseaban, que anhelaban, y que tan
forzosamente se habían empeñado en construir. Lo único cierto eran los dos del
cuento; los dos que estaban en el plano de la realidad eran los que siempre
habían sido los fieles ficticios.
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