martes, 18 de septiembre de 2012

Un texto para Avería...

      Avería


Puso en sus manos aquellas hojas que contenían el escrito elaborado la noche anterior, estaba ansioso de que lo leyera. Ella por otro lado no podía ni quería comprender cuál era la razón de tanto interés en que leyera lo que había escrito, es más, incluso intentó evadir el cúmulo de hojas, pero él no dejó de insistir.

Jamás había estado tan próxima a sus pensamientos, ni siquiera se habían confesado secretos, nada los vinculaba de forma tan estrecha como para justificar el repentino acceso a esas líneas que sabe Dios qué era lo que contenían, pero sin duda, ella sabía que encontraría los rastros de una historia que no deseaba conocer.
Al cabo de unos minutos no tuvo más remedio que abrir bien sus ojos y tomar la primera de las hojas; se sentó en el sillón que estaba cerca de la ventana, no por esa cercanía que le daba a la calle, sino porque estaba ubicado de tal forma que ella podría darle la espalda. Sostuvo por unos instantes la primera hoja del cuento que aún carecía de título… Cuántas cosas podía ella enumerar que carecían de nombre en esa extraña relación que siempre había acontecido entre los dos, era tan difícil comprender cómo se habían relacionado durante tantos años y en realidad saber tan poco el uno del otro. Lo más desesperante era que a pesar de todos esos espacios en blanco ella vivía irremediablemente vinculada a él.
Ahí estaba, enfrentándose a la peor parte de su relación, tener que opinar acerca del trabajo del otro, de la vida del otro, del talento del otro… ¿Acaso de verdad él pretendía convertirse en escritor? Porque esa no era una faceta que ella pudiera concebir como parte de su perfil. Sí, ambos amaban los libros y sentían afinidad por ciertos temas, pero de eso a que alguno de los dos pudiera tener los dones necesarios para la escritura… Aunque claro, recordando la razón por la cual no deseaba leer aquello, entendía también la procedencia de la nueva inquietud escribana.
Qué difícil era leer aquello, la peor de sus virtudes consistía en predecir los acontecimientos, no porque poseyera algún don excepcional, sino porque había aprendido a lo largo de toda su vida a interpretar el mundo, los gestos, las palabras, las épocas, las miradas, pero sobre todo el pasado. Por eso ella sabía que nada de lo que contuviera la obra recién nacida podría provocarle satisfacción o enojo desde la objetividad, sino que de forma inevitable vendrían hacia sí, todas las opiniones innecesarias vertidas no por el conocimiento intelectual sino por la experiencia personal.

Del otro lado de la habitación él esperaba impaciente las primeras reacciones de ella, aunque, era complicado obtener esa información debido a que le daba la espalda; lo único que podía notar era la mano izquierda con la que acariciaba de arriba abajo un mechón de su cabello, mueca que conocía muy bien, porque era la que hacía cuando estaba pensando. Siempre quiso tenerla cerca, y de alguna u otra forma lo había estado, sólo que no podía evitar pensar que él jamás había sido igual a los demás, que la división era casi imperceptible, pero existía, él no era como los demás, él estaba un poco más lejos, y sin embargo él sabía que era muy especial. Por eso le importaba lo que ella pensara, aunque fuera tan poco lo que sabían el uno del otro,
            Conocerla era una empresa en la que no se había empeñado, por todas y ninguna de las razones, no podía negar que se había convertido en un espectador de los vínculos que ella construía con el resto de las personas, incluso con aquellas que él mismo había invitado a su vida. Sí… la quería cerca pero no sabía cómo hacerlo sin sembrar en ella una duda, una esperanza con fundamento, y al mismo tiempo deseaba construir un lazo indisoluble que le permitiera tenerla consigo por siempre. La verdad era que no la amaba pero la necesitaba, la pensaba, la imaginaba y quizá incluso llegó a sentir la necesidad de escribirla en alguna ocasión, que obviamente jamás se materializó.
            Y en ese último y verdadero intento por acercarla, decidió mostrarle aquel cuento, aquel texto que sabía que lo mostraría ante ella, que ofrecería algunos de sus secretos y pensamientos y que contenía una  verdad contundente que seguramente lo aproximaría como siempre había querido, pero sabía también que aquella utópica simbiosis sólo duraría lo que tardaran las palabras en dejarse leer. Después del determinante punto final la relación soñada se perdería en la más profunda lejanía.

Ella leyó y supo que los que estaban ahí no eran sus ojos, que ese halo de magia tan finamente descrito no correspondía con su sonrisa, que ninguno de esos estremecimientos que se describían habían sido provocados por uno solo de los encuentros que hubo protagonizado con él…No, no era ella. Lo supo desde el primer momento en que él se aproximó con el cuento. Y el momento que más temía en ese instante era la pregunta en torno al texto, a su calidad, a su profundidad, qué iba ella a responder, qué podía decir sobre la estructura; la forma era lo que menos percibía en la sucesión de párrafos. Lo que estaba aconteciendo frente a sus pupilas, era la anécdota que vio ocurrir de lejos y de cerca meses atrás y que jamás hubiera querido conocer con ese nivel de detalle, y mucho menos hallarse como juez estético de lo que había provocado en la mano de él.
Cómo iba a conseguir aislarse lo suficiente como para no sentirse herida y mucho menos demostrarlo; había descubierto más de él por medio de aquellos párrafos, a través de los vestigios de aquella mujer construida con tinta, que con todo lo que alguna vez pudo saber al estar en contacto con aquel hombre que la estrujaba por la  inclusión, que la marcaba al tomarla en cuenta. Qué doloroso era saber que era importante, casi indispensable en la vida de aquel hombre y sin embargo ocupaba el lugar equivocado, porque simplemente no podía ser esa que él necesitaba, quería ser la otra, la de los adjetivos, la de los sustantivos profundos y avasalladores, la de las largas oraciones, la de aquellas acciones saturadas de adverbios, quería ser la de la historia, la ficticia y la real.

Se acercó al sillón donde ella estaba, no preguntó nada, miró que la mano seguía sujetando el mechón de cabello pero los dedos se habían detenido. Ella se puso de pie, abrazó las hojas, lo miró como se mira a un viejo conocido al que no se sabe qué decir, porque el tiempo y la distancia los han convertido en seres alejados, y por ello hubiese sido un descortesía emitir el más mínimo comentario en torno a una obra ajena, a una vida ajena de la cual no podía ser espectadora, mucho menos lectora. Aquel cuento era una historia temida que recién se escribía y era obvio que no necesitaba conocer el final.  
            Puso el montón de papeles en sus manos, le devolvió su historia y sólo pudo mirarle a los ojos y sonreír de una forma apenas perceptible que se conjugaba con el preámbulo de la despedida. Era una de esas sonrisas que vienen de un sitio emparentado con el dolor y que nada tienen que ver con el gozo. Tomó su abrigo, su bolso y salió por la puerta que se hallaba al fondo de aquel cuarto. Él sólo pudo bajar la mirada y vio cómo se iba alargando la sombra de lo que parecían ser unos zapatos de tacón grises. Finalmente comprendió que lo único que podían hacer era despedirse, ya que ninguno de los dos era aquel o aquella que deseaban, que anhelaban, y que tan forzosamente se habían empeñado en construir. Lo único cierto eran los dos del cuento; los dos que estaban en el plano de la realidad eran los que siempre habían sido los fieles ficticios. 

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