Me convertí en automovilista, y no lo lamento, o bien, no llegaría a lamentarlo si no fuera porque perdí parte de mis ratos conmigo. Las caminatas por las calles de esta ciudad eran una constante en mi rutina, mi medio de transporte preferido era mi par de pies, y de las épocas más disfrutables, la de lluvias lo era sin duda alguna. Nunca me preocuparon las tormentas, nunca me preocupó mojar los zapatos, por el contrario, cada año procuraba estar preparada para recibir el temporal, caminar bajo la lluvia era un rito anual al que nunca falté, jamás caí enferma a causa de una empapada, y vaya que me esforzaba por sumar alguna cada verano, entre las lluvias y yo, había algo así como un pacto de no agresión, siempe nos simpatizamos.
Las cosas cambiaron radicalmente, mi andar por los caminos es un poco más cómodo, pero menos disfrutable, nunca pensé que mirar al cielo y verlo gris pudiera provocar incomodidad en mi persona, pero así es: odio manejar cuando llueve, me he llegado a sentir agredida por la lluvia; el pacto caducó.
Hace dos días iba a salir a cenar con una amiga, de repente comenzó a llover y cancelamos la salida, "¡qué güeva conducir con lluvia!" pensé; y al tiempo no pude evitar sentir nostalgia porque un año atrás el retumbar de los truenos hubiera sido una invitación salir. Ni modo, en este pacto, fallé yo.
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